I cherish you

Dos años han pasado desde que mi padre murió. Setecientos treinta días, exactamente. Ayer platicaba con una compañera acerca de cómo los sucesos tristes o impactantes se recuerdan de forma nítida, como si acabaran de suceder, a diferencia de otros acontecimientos. Han pasado dos años desde que mi papá se fue, y siento que el tiempo no transcurrió. Los sentimientos, por otro lado, sí se modifican; no es que se nos olviden nuestros seres queridos o nos deje de doler su ausencia, sino que la mayoría de nosotros, poco a poco, vamos resignándonos y haciéndonos a la idea de que emprendieron un viaje del que no han de regresar, tal y como dice el poema de Antonio Machado, que también es la letra de una de las canciones favoritas de mi padre: “Al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.

De mi papá aprendí muchas cosas voluntaria e involuntariamente. Nunca fuimos tan cercanos al grado de que yo le contara todo sobre mi vida, y no diré que me hubiera gustado hacerlo porque ya no hay manera de enmendarlo, pues él ya no está. Convivimos lo que teníamos que convivir y hablamos lo que teníamos que hablar; ambos teníamos muchas cosas en común, como el hecho de ser personas de pocas palabras. Sin embargo, y a pesar de todo, mi papá siempre nos dio su cariño y nos cuidó en la medida de sus posibilidades, estaba al pendiente de nosotros y nos dedicaba tanto tiempo como podía. No importaba la ausencia de palabras, pues los hechos muchas veces eran más contundentes que todo lo que pudiera decirse.

Mi padre nos amó con todo su ser, tanto, que antes de morir nos platicó mi madre que dijo los nombres de mis hermanos y el mío, y mencionó nuestras fechas de nacimiento. Nos amó tanto que estuvimos presentes en su último pensamiento, en su último suspiro. Pocas veces es uno tan amado, pocas veces presenciamos cómo alguien nos ama con todo su ser, con toda su vida, y aunque no hubo muchas palabras, sí hubo incontables muestras de lo que significamos para mi padre, y me siento agradecida de que alguien me haya amado así.

A veces, cuando llego a ver películas o programas de TV (como este capítulo de Los Simpson) que abordan la relación papá-hijos, no puedo evitar la nostalgia: recuerdo los momentos más bonitos que viví con el mío y todo ese amor que nos prodigó hasta la hora de su muerte. De repente llego a sentir un poquito de envidia, pues aunque se trata de situaciones ficticias, pienso que esos personajes son afortunados porque tienen a su padre, y les quedan muchísimas cosas por vivir aún.

No me arrepiento del silencio ni de la ausencia de palabras. No me arrepiento de nada. Disfruté a mi padre cuanto pude, y como a él le llegó la hora de partir a una edad temprana, no tuve más remedio que hacerme a la idea, resignarme, aprender a vivir sin él. Pienso que eso es lo que él habría querido por sobre todas las cosas: que saliera adelante y que no me dejara vencer por nada ni nadie. Sé que me cuida desde dondequiera que esté y sé que me ama, porque cuando el amor es inmenso permanece, trasciende las barreras del tiempo, del espacio e, incluso, de la muerte.

Gracias por tanto amor, papá. Te amo.

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