Creo que soy afortunada porque he lidiado poco con la muerte. Fuera de mi bisabuela y el padre de la persona a la que más quiero en la vida (independientemente de mi familia), no ha muerto nadie que yo conozca. Al menos no alguien que conozca en vivo y a todo color.
Ayer descubrí que falleció una persona a la que seguía en Twitter. Me caía bien, era ocurrente, un tanto melancólico y raro, pero en su rareza residía su mejor cualidad. Platicamos poco, y sin embargo llegué a apreciarlo, como me ha sucedido con mucha gente con la que sólo interactúo de forma vietual. No pretendo hacerle homenajes en ninguna red social, es tarde para ello. Además no sabría cómo. Hago mención del hecho porque me afectó, porque es doloroso cuando alguien se va.
La partida de otros siempre me hace pensar en mi propia muerte. Hace algunos años no era un tema que me preocupara, pero dados los acontecimientos recientes, medito acerca de ello constantemente. Hace unas semanas, el médico me preguntó si quiero vivir. Respondí de mala gana. Me parece algo muy privado como para andar diciéndoselo a medio mundo. El asunto ha dado vueltas en mi cabeza; en algún momento el enunciado podría pasar de interrogativo a afirmativo: “Usted se va a morir.” No sé, tal vez he visto demasiadas películas, o quizás es que conforme aumenta la edad, junto con el cuerpo crecen las dudas y los miedos.
Esta canción, la más triste del mundo, según yo, me hace pensar en quienes se han ido, en la ausencia, en los seres melancólicos que pueblan este mundo… La vida, la muerte, todo sucede en un solo día, en un solo instante, y son inevitables. Supongo que por eso sigo aquí, porque no se puede evitar que yo viva. Quizá, como en el cuento de “Francisca y la muerte”, aún quedan muchas cosas por hacer, muchos asuntos sin terminar que no me dejan tiempo para morirme (y contrario a lo que pueda parecer, me alegro por ello).