Hasta hace poco tiempo, a mí no me gustaba la lluvia. Me parecía realmente incómodo tener que ir por la calle haciéndole al equilibrista con el paraguas en una mano, y la bolsa, la lonchera y el súper en la otra. Como a los gatos, me chocaba mojarme.
De un par de meses a la fecha, me voy caminando del trabajo a mi casa todos los días, y justo en esta época, también me mojo todos los días y la mayoría de las veces quedo hecha una sopa. Y, contrario a mi propio paradigma, no me molesta en lo absoluto.
Mi historia con el agua es singular. La mayoría de las anécdotas que recuerdo son angustiantes. Mi familia del lado materno vive en Tabasco, y como todo el mundo sabe, no hay temporada de lluvias en la que no se inunde alguna región del estado. También recuerdo el día en el que renuncié a un trabajo para irme a otro, y como una señal de los tiempos que vendrían, del cielo cayó una cantidad de agua equivalente a la red Cutzamala. Fui al cine y, al salir, Insurgentes y las colonias aledañas estaban inundadas, y me fui caminando (o nadando) a casa, con los pies entumidos por el agua helada, quitándome de cuando en cuando las hojas que el meteoro arrancó de los árboles. Y cómo olvidar cuando estuve a punto de morir por la arrastrada que me puso una ola en Acapulco, o las incontables veces en las que he estado a nada de ahogarme en una alberca, o los días lluviosos en los que siempre, SIEMPRE, hay algún automovilista que me baña con agua de charco.
Después de darle vueltas al asunto, concluí que las malas experiencias se debieron al hecho de que odiaba el agua. O más bien, le tenía miedo. Sentía un pavor enorme al pararme frente al océano. Como aquella elegía de Gorostiza, a veces me daban ganas de llorar, pero las suplía el mar. Y qué decir de otros cauces, que me siguen imponiendo respeto. O del agua misma, que como escribió Pellicer, es laguna o río, un espejo que se quebró, que por todos lados miró la desnudez del estío. Sentía temor ante todas sus manifestaciones y precipitaciones.
Alguna vez, una persona a la que conocí en Twitter escribió esto: No entiendo por qué no les gusta la lluvia, si es lo único que nos cae del cielo. Me pareció tan bello, tan profundo, tan simple, que desde entonces me reconcilié con esas gotas de agua que de repente dejan caer las nubes. Y también comencé a valorarlas, a apreciar sus hermosas cualidades. En pocas palabras, dejé de sentir miedo.
La lluvia es tan poderosa que puede arrastrar cosas gigantescas; es tan pura que reverdece, renueva la tierra, da vida; es tan alegre que, en ocasiones, trae consigo un arcoíris; es tan perfecta que puede hacer que todo resplandezca. Al igual que en otro poema de Carlos Pellicer: tiene las manos llenas de color y todo lo que toca se llena de sol. Con la lluvia, como dice la canción de los Beatles, the world looks fine. Así lo pienso. Así lo siento.