Uso y desuso

Siempre pensamos que las personas que nos rodean nos usan, nos desprecian, nos ven como poquita cosa. Pensamos que a los demás les valemos madre. Quizás en algunos casos estemos en lo cierto pero, ¿qué sucede cuando es al revés?, ¿qué pasa cuando somos nosotros quienes usamos a los demás?, ¿por qué no lo vemos?

Todos usamos a todos en una u otra forma, y nadie queda exento de ello. Nos quejamos del uso del que somos objeto, pero tenemos en desuso la consideración y la gratitud hacia los demás, hacia aquellos que permanecen pase lo que pase. Se nos olvida que algunos seres nos escuchan, nos acompañan, nos brindan aunque sea una minúscula parte de lo que son y de lo que tienen. Nos desvivimos por quien no merece nuestra atención, y a quien la merece lo tenemos olvidado.

Probablemente es una ley de la vida, algo muy arraigado en la condición humana. O puede ser que se trate de una especie de hipnosis que nos impide reflexionar sobre nuestros actos, que provoca que nos demos cuenta de las cosas cuando ya es demasiado tarde. No se trata de echar en cara lo que uno hace por los demás, o que los demás nos echen en cara lo que hacen por nosotros. Más bien, es una cuestión de equidad. Nadie puede responder los actos de gentileza en la misma proporción en la que los recibe, pero sí puede valorarlo y, en la medida de lo posible, agradecerlo. Como dije, todos usamos a todos, sin embargo, podemos responder, aunque sea de una manera muy sencilla, a lo que recibimos.

Todos portamos tatuajes invisibles que dan cuenta de lo que hemos vivido. Podemos hacer un espacio para el nombre de alguien a quien usamos, y que a cambio se porta de maravilla con nosotros. Podemos dedicarle una pequeña área de nuestra piel a alguien que, en pequeñas dosis o en una sola exhibición, ha sido gentil y nos ha regalado una partícula minúscula de su ser. Podemos sacar del desuso esas acciones que ayudan a los demás, y que, aunque lo neguemos, encienden una llama interna en cada uno de nosotros.

Luces como preparado para una muerte elegante…

Y, ¿por qué no he de decirlo,
si es verdad,
que hay días en que tengo 
muchas ganas de llorar?

Andrés Henestrosa

Pasaron cuatro años, casi 1500 días, en los que, al principio fervientemente, después, ocasionalmente, y al final, resignadamente, miles de almas rezaban por un milagro que nunca sucedió. Cuatro años de agonía, de preocupación; cuatro años de buenos deseos, de fe inagotable. Cuatro años de fuerza. El día cuatro de septiembre de 2014, después de mediodía, tras cuatro largos años de incertidumbre, se anunció un hecho fatídico que todos imaginaban que sucedería, pero que fue muy duro aceptar cuando se convirtió en una realidad: murió Gustavo Cerati.

En las redes sociales, las opiniones encontradas no se hicieron esperar. No importaba cuál era su postura, todos dijeron algo al respecto. He de confesar que tantos tuits y tantas publicaciones en Facebook, colmaron mi paciencia. Sentía que en cualquier momento me iba a brotar una cascada de lágrimas, y al mismo tiempo, sentía un gran fastidio de que en todas partes estuvieran hablando de ello, de que se hicieran bromas insulsas y se dijeran cosas sin el menor sentido. Me sentía mal. No como cuando murió mi padre, ni como cuando falleció mi abuelo, pero también tenía la sensación de que algo me faltaba.

Gustavo Cerati estuvo presente en mi vida desde que yo era pequeña, desde los seis años para ser exactos, gracias a que mi hermano escuchaba a todo volumen Persiana americana, la canción con la que, me atrevo a asegurar, Soda Stereo se internacionalizó. Por esos años, debido a que el acceso a la información no era tan sencillo y veloz como ahora, nos llegaban a cuentagotas los discos de bandas de éste y otros continentes, entre ellas, la que lideraba Gustavo Cerati.

Conforme fui creciendo, me identifiqué más y más con la música de Soda, y entre las explicaciones de las letras de mi hermano, y las referencias literarias que mi hermana encontraba en las composiciones de Cerati, mi cariño por la banda y por Gustavo se hacía cada vez más fuerte. Recuerdo como si fuera ayer cuando mi hermano me explicó la letra de Danza rota, y la ocasión en que mi hermana me dijo que Cuando pase el temblor está inspirada en este cuento de Heinrich von Kleist. También recuerdo claramente el día que descubrí que En la ciudad de la furia es una interpretación del mito de Ícaro, lo que me hizo identificarme más con Gustavo.

Alguien dijo que Cerati no era un maestro y, efectivamente, no lo fue. Con los años, he descubierto que a las personas les gusta exagerar todo y que a cualquiera le llaman “maestro”, “maese”, “sensei” y demás motes del estilo. No digo que no haya sido brillante en una manera única y particular, pero más que un maestro, para mí fue un compañero, un ser que no sólo me enseñó cosas, sino que se equivocaba, que sentía, respiraba, reía y lloraba como cualquier persona, que me acompañaba en esto a lo que llamamos “humanidad”, y que a través de sus canciones, nos decía que todo estaría bien, a pesar de lo que suceda. Gustavo siempre fue sencillo y agradecido con sus admiradores, no los vio por encima del hombro ni los humilló; sabía que se debía a su público y trató de estar cerca de él.

Muchos criticaron y hasta se burlaron de las personas que le dedicaron unas palabras a Cerati en las redes sociales. Yo no puedo hacerlo, pues cada quien conoce sus sentimientos,y cada quien decide cómo expresarlos. Aunque son palabras dirigidas a alguien que ya murió y no puede leerlas, nada les resta sinceridad y cariño; las formas de expresión de cada persona son tan respetables como las opiniones de los que piensan que es ridículo y falto de sentido. Nadie debe decirle a nadie qué decir, qué hacer y cómo pensar.

Escribo esto diez días después de la muerte de Gustavo Cerati, porque fue hasta ahora que pude hacerlo. No encontraba las palabras, y creo que las escribí no son las mejores, ni las más hermosas, pero los sentimientos de dolor y tristeza son genuinos. Al decirle adiós, también me despido de una parte de mi vida, no así de mis recuerdos, de los recuerdos que más amo.