It’s my life

 

Si hay algo que me cae mal en la vida, es la gente que piensa que merece reverencias y se siente superior por sus gustos, sus conocimientos, sus posesiones, sus actividades y una larga lista de etcéteras. Y de entre ese tipo de personas, las más insoportables son aquellas que ocupan gran parte de su tiempo en restregarnos a otros en la cara que hacen ejercicio y llevan una vida saludable, o simplemente que la genética las dotó de una flacura envidiable y pertenecen a una élite exclusiva por ese solo hecho. Lo más nauseabundo del asunto, es que esa gente se siente con el derecho de señalar y humillar públicamente a las personas obesas o pasadas de peso, a expresarse de ellas con los peores adjetivos, a juzgarlas por algo que en realidad ni les debería importar, pues cada quien sabe lo que hace con su vida y con su cuerpo, y nadie tiene por qué aprobarlo o descalificarlo.

La mayor parte de mi vida he sido gorda. Asimismo, la mayor parte de mi vida, todo el mundo me ha molestado por ser gorda. “Es por tu bien”, “es por salud”, “es porque me preocupas”, “es porque luces asquerosa”, “es para que seas más feliz”, “es para que te veas menos fea”, “es para que consigas un novio”… He recibido comentarios de todo tipo, y si aseguro que no me han afectado ni me han dolido, estaría mintiendo. Sé que todo eso es cierto, pero creo que si de verdad lo dicen “porque les importo” o “por mi bien”, tendrían un poco más de tacto, porque lo usual es que uno trate con respeto y sensibilidad a las personas que quiere y le importan, ¿cierto?

Generalmente, al aspecto físico se le atribuyen las causas de toda felicidad o infelicidad. Para el grueso de la población, si eres una mujer realizada, es porque estás bonita y delgada, y si estás loca y pendeja, o eres una tonta sin remedio, no importa, siempre y cuando seas bonita y delgada. Si tu vida es un infierno, probablemente es por gorda y fea, porque no paras de comer y porque nunca haces ejercicio. En cambio, si eres una gorda bonita, no importa, tu sobrepeso automáticamente te hace fea, así que lo mejor es esconderte para evitar esa tortura que es lidiar con tu obesidad, o dejar de comer todo un año para ver si pierdes unos cuantos kilos (una vez me dijeron algo así).

Hace muchos años, llegué a pensar que yo estaba viviendo en la época equivocada, con la gente equivocada y en el país equivocado. Pensaba que debí haber vivido en el barroco como modelo de Rubens, en algún lugar de Flandes, que en esa situación mi gordura sería aceptada e incluso celebrada, sin embargo, eran ensoñaciones sin sentido. Si no podía encajar en mi propio tiempo, mucho menos iba a hacerlo en una época pasada; me encontraba como en aquel poema de Rilke, añorando lo que ya había sido, en lugar de aceptar lo que yo ya era, en lugar de aceptarme sin importar si otros lo hacían. Simplemente, estaba perdiendo mi tiempo, desperdiciándolo en asuntos que no eran meritorios.

Ya de regreso a los últimos años, he notado que, particularmente en las redes sociales, los gordos somos motivo de burlas y chistes de muy mal gusto en los que algunos dejan escapar sus frustraciones y su odio (in)justificado. Por más que se empeñen en decir que los tuits no son reales, que no son en serio, es evidente el odio con el que los escriben. Decía un adagio latino que la boca habla por la abundancia del corazón, lo que en nuestros días se puede traducir como que los dedos hablan por nosotros y reflejan, aunque no siempre nos damos cuenta, lo que llevamos por dentro, los traumas sin resolver y, me aventuro a decirlo, todo lo que quisiéramos decir pero no podemos o no nos atrevemos a hacerlo.

Seguido me encuentro con comentarios horribles acerca de las personas que poseemos más carnes que los demás, y generalmente vienen de gente igual de horrible que sus palabras. En Twitter, hay una mujer bizca, narigona y fea (quizá parezca que le tengo envidia, pero ni al caso, en verdad es así) que gasta casi todo su tiempo y sus energías en criticar a los gordos y a aquellos que ella considera como “nacos”. Piensa que por ser flaca tiene todo el derecho de odiar a la gente obesa y expresarse de manera deleznable porque es, supuestamente, para que hagamos algo por nosotros mismos, pero no es así, pues lo único que logra es que nos despreciemos cada vez que pasamos frente a un gimnasio en lugar de estarnos matando en uno, y que nos despreciemos cada vez que comemos algo delicioso y cada vez que no entramos en una prenda de talla “normal”. A mí me parece penoso que sea así, que no tenga reparos en mostrar el asco que le da el género humano y que, desafortunadamente, le inculque esas cosas terribles a sus hijos, quienes de adultos pueden conducirse igual o mucho peor, superar el ejemplo de su madre.

Un amigo muy querido me dijo alguna vez que cuando sabemos que alguien sufre a causa de su propia forma de ser, lo mejor es dejarlo, no tanto por abandono, sino porque debe descubrir por sí mismo la causa de su sufrimiento y esforzarse por superarla. Los gordos somos propensos a enfermedades terribles, somos rechazados por el grueso de la sociedad y, básicamente, vamos por el mundo como parias, vagamos en busca de aceptación por parte de nuestra persona y de todos los que nos rodean. Los gordos somos señalados con el dedo, somos los malqueridos de la vida aunque, por supuesto, tenemos en nuestras manos el poder de elegir cómo nos sentimos y a qué le hacemos caso. Los gordos tenemos el poder de rechazar toda esa mierda que echa la élite de los que hacen ejercicio, de los flacos por naturaleza  y de toda la gente que se siente superior por algo tan nimio como no tener lonjas o comer lechuga tres veces al día, podemos ignorar los comentarios que pretenden hacernos sentir mal, que pretenden que nos odiemos a nosotros mismos.

Los seres humanos somos complejos. Nos cuesta mucho entender que alguien puede ser feliz aunque tenga 20 kilos de más, o aunque se le asome una llantita coqueta, o aunque tenga unos cachetes redondos y coloraditos. Por todas partes recibimos el mensaje de que hay que condenar todo aquello que no se apegue a los cánones, a los estándares, a lo que es correcto para todos, menos para el afectado. Por muchos años me odié por ser gorda, por no poder bajar un solo gramo, por encontrar pura ropa fea porque los gordis no tenemos derecho a vernos bien, por no poder dejar de comer delicioso, por tomar laxantes, por llevar a cabo prácticas poco sanas para perder peso.

Hubo una época en la que corría todos los días y bajé muchos kilos. Tiempo después, un primo mío nos invitó a su boda y, como toda la familia es súper criticona, corría en las mañanas y en las noches para lucir mejor el vestido de coctel que compré para tal evento. Nadie de mi familia me dijo que me quiere mucho ni me preguntó si soy feliz, lo único que pudieron decirme fue que estaba gorda, gorda, GORDA… Como resultado de esa visita familiar, el odio que sentía por mi cuerpo, por mi persona, por mis piernas horribles y enormes, fue más grande cada vez, hasta que se resistieron a correr, porque cómo mis piernas podrían ayudarme a hacer ejercicio si yo las drspreciaba con toda mi alma, y los tenis carísimos que compré para esta actividad quedaron abandonados en algún rincón de mi cuarto, igual que la muñeca fea.

Actualmente, hay diversas campañas que pretenden ensalzar la “belleza real”, pero no ponen gente de más de 70 kilos y les photoshopean todo el cuerpo porque guácala con la celulitis, la piel de naranja, las várices y otros defectos característicos de los gordos. En la insulsa revista Veintitantos, de repente lanzan un suplemento para chicas gorditas, que cuando mucho tiene 16 páginas, todas llenas de basura y choros condescendientes que no aportan nada ni ayudan a erradicar el prejuicio de la sociedad respecto a la gordura, sino que lo arraigan más. En las tiendas departamentales, las secciones de “tallas extra” tienen opciones espantosas que guardan gran semejanza con las sábanas o los gabanes de hospital, sin forma y destinados a cubrir los defectos, en lugar de ayudarnos a sacar partido de nuestra figura, pues no se supone que los gordos usemos prendas bonitas y modernas, sino lo ínfimo, lo que nadie pretendió diseñar con esmero y buen gusto.

Si estoy gorda o flaca es una decisión personal. Mi vida es de mi propiedad, y aunque otros vengan a decirme lo que creen que está bien o mal, yo soy la única que puede decidir al respecto. Como una persona me dijo alguna vez, tal vez no soy lo que todos buscan, al menos no físicamente, pero tengo otras virtudes, otros talentos que me hacen feliz. Además, cocino rico y nunca muero de hambre porque siempre puedo preparar algo con lo que tenga a la mano. También sé dónde se come bien y me gusta invitar a mis amigos para compartir los alimentos con ellos, pues si hay algo con lo que me puedo expresar libremente, es con la comida. Una persona no es sólo la cantidad de kilos que pesa, ni las actividades “saludables” que lleva a cabo, una persona es más que lo que come y más que una apariencia, es un ser que habita este mundo y que es igual de importante y valioso que los otros seres que coexisten con él.

Es muy sencillo hacer comentarios y decir que es “por el bien” de otros, pero pocas veces nos ponemos a pensar en el impacto que éstos tienen en la vida de quien los recibe. Se le puede recomendar a alguien que se cuide, que procure llevar una vida sana, pero siempre con respeto y tacto, sin la intención de lastimar o de burlarse. La palabra es un arma que se puede blandir inofensivamente, pero que en un descuido puede causar heridas muy profundas; una palabra basta para construir o destruir a un persona, con una sola palabra se puede hacer feliz o desdichada la existencia de un ser humano. Los gordos merecemos el mismo respeto que la gente bizca y narigona, que la gente que hace ejercicio, que las bonitas pendejas y que la gente que se siente lo mejor en este mundo. Los gordos también sentimos y podemos ser buenas personas, los gordos somos amorosos, generosos y compasivos, sabemos de amor y dolor como el resto de la gente, y somos a todo dar, sólo es cuestión de que comiencen, y comencemos, a mirarnos con otros ojos.

 

Crazy

 

En ocasiones, rechazamos cosas, personas o situaciones de manera instintiva. No nos detenemos a pensar en los motivos ni en las ventajas de aquello que es objeto de nuestro desprecio, simplemente lo detestamos y ya. A fin de cuentas, odiar es mucho más fácil que amar, aunque lo primero es mucho más devastador y dañino que lo segundo.

Willie Nelson escribió Crazy en 1961 para probar suerte en la música country. Después de tocar varias puertas, el productor de Patsy Cline decidió que ella debía grabar esta canción y, tras varios ruegos y súplicas, la cantante accedió a entrar al estudio.

A Patsy no le agradaban mucho Willie ni su composición, al grado de haber dicho “It sure is” cuando supo cuál era el título de la canción. En las primeras sesiones de grabación, la Cline hacía evidente su desagrado, que a veces disimulaba por medio del perfeccionismo que siempre la caracterizó. Aunado a lo anterior, poco antes de entrar al estudio, ella sufrió un accidente automovilístico que la dejó con secuelas como un fuerte dolor en las costillas, mismo que se agudizaba cuando tenía que alcanzar tonos altos con la voz, y que la obligaba a retirarse constantemente para descansar. Finalmente, un día de agosto de 1961, reunió fuerzas o quiso ponerle fin a la agonía, según se quiera ver, y se presentó a grabar la canción en una sola toma.

Crazy, a pesar de todo, fue la canción que consagró a Patsy Cline, y que colocó a Willie Nelson en la escena del country. A veces lo que es malo para unos resulta ser muy bueno para otros. A veces, pensamos que algo que no nos agrada del todo automáticamente se convierte en negativo por el simple hecho de que no es aceptable ante nuestros ojos, pero nunca vemos la otra cara de la moneda ni pensamos en las posibilidades si nos olvidáramos de los prejuicios aunque sea por un momento.

Cline odiaba esa canción con toda su alma y nunca imaginó que, tras su muerte prematura a causa de un accidente aéreo, sería recordada en gran medida por Crazy, composición a la que, consciente o inconscientemente, dotó del dolor y la melancolía que ella siempre guardó para sí, y que es el estandarte de cientos de personas que han probado el sabor amargo de la decepción.

Hace muchos años, una tía muy querida de quien hablo en este post, cantaba Crazy en su recámara; yo estaba en el cuarto contiguo y, por alguna razón, sentí esa tonada como una navaja que desgarraba lo más profundo de mi alma. Tiempo después, escuché la canción en la voz de Patsy Cline, y de pronto comprendí cuál era el origen de esa sensación y por qué había quedado grabada en mis recuerdos.

Por otra parte, una de mis películas favoritas de todos los tiempos, C.R.A.Z.Y., incluye esta melodía en su soundtrack y de una forma bastante original, la convierte en una parte medular de la historia, la cual, en su desarrollo, muestra diversas situaciones de rechazo hacia lo que “no es correcto” y que, por ende, no son vistas como aspectos de los que se pueda obtener algo bueno.

El ser humano busca la felicidad constantemente, pero pocas veces se da cuenta de que el camino para llegar a ella no puede ser del todo agradable, pues lo que se consigue con mayor esfuerzo es lo que, finalmente, da como resultado una victoria aun más dulce. Odiar por odiar es sencillo, e incluso puede resultar divertido, pero a la larga sólo lleva a la frustración, a la insatisfacción, a la sensación de vacío… al doloroso sentimiento de no pertenecer a nada ni a nadie. El odio nos empuja a actuar irracionalmente, a hacer las cosas sin un propósito genuino; el odio es tan natural como respirar y, sin embargo, causa estragos en todo lo que toca. El odio aísla, aniquila, el odio anula todo, condena a la infelicidad, a la soledad permanente…