Overkill

Una noche soñé que era flaca y atractiva, y al día siguiente, desperté siendo flaca y atractiva. Los hombres volteaban a verme en la calle, las personas me hacían comentarios agradables, me cedían el asiento en el transporte público, me pedían mi número telefónico, lucía fabulosa con cualquier prenda que usara y todo apuntaba a que mi vida no podía ser mejor.

Al ser flaca y atractiva, el mundo me trataba mejor que nunca y la vida parecía sonreírme, pero después de cierto tiempo, comencé a experimentar algo muy similar al hartazgo. Cuando conversaba con la gente, no ponían atención en lo que yo decía sino en mi persona, y me interrumpían con comentarios acerca de mi imagen; en un principio era halagador, pero después se tornó frustrante: sentía que a nadie le interesaban mis ideas o mis opiniones, y que nadie me tomaba en serio.

Otra noche cualquiera, soñé que era sumamente inteligente y que todo lo que hacía, decía y pensaba, tenía un sentido. Al día siguiente desperté siendo sumamente inteligente, y las personas me bombardeaban con preguntas para las cuales, sin importar su naturaleza, siempre tenía una respuesta. Cuando empecé a ser sumamente inteligente, me gustaba saber todo lo que sabía porque pensaba que esa cualidad podría usarse en favor del prójimo y de aquellos seres que más lo necesitaran, pero esa inteligencia adquirió fama y, lo que primero era un don, poco a poco se fue convirtiendo en un motivo de vanagloria, de presunción y pedantería. Yo no me daba cuenta de nada, sólo me interesaba la admiración y el reconocimiento de los demás.

En una ocasión, sin embargo, estaba completamente sola, admirando mis diplomas y los premios que me granjeó esa inteligencia sin precedentes, y me di cuenta de que ninguna de esas cosas, ninguno de esos cuadros en la pared, ninguna de esas piezas de latón y de bronce, podría sustituir el contacto humano que yo había eliminado completamente de mi vida. Miraba por encima del hombro a todos y les hacía sentir que no tenían derecho a dirigirme la palabra a menos que su inteligencia fuera equiparable a la mía, lo que me condenó a la más terrible de las soledades. Esa noche me fui a dormir y soñé que era una persona bellísima por dentro, y, como era de esperarse, a la mañana siguiente desperté convertida en una persona bellísima por dentro.

La belleza interna que poseía, se reflejaba en mis actos, mis pensamientos y mis palabras. Al inicio, la gente era amable y me trataba bien porque todo lo que yo daba era de manera incondicional. Tiempo después, la gente se fue acostumbrando a recibir sin que se le pidiera nada a cambio, dejó de agradecer y dejó de interesarse porque lo que yo daba lo recibía sin juicios previos, sin reglas ni condiciones que la hicieran merecedora de algo. Las personas dejan de admirarse, de sentir gratitud, de interesarse por aquello que tienen o reciben en abundancia, y justo eso me sucedió a mí.

Poco a poco, me fui dando cuenta de que ni la belleza física, ni la inteligencia extrema, ni la belleza interna iban a garantizarme una vida plena, y que, al contrario, si sólo poseía una de las tres cualidades, y no una mezcla de todas, me condenaría a la soledad. Es difícil querer hablar y que no te tomen en cuenta más que por tu aspecto, o sentirse superior a otros por poseer una inteligencia un tanto más desarrollada y alejar a las personas por tu pedantería, o dar y dar hasta que ya no puedas, hasta que duela en lo más profundo de tu ser, y que nadie lo aprecie o se sienta agradecido. Y yo, habiendo experimentado todo lo anterior, una noche estallé en llanto, lloré y lloré hasta que no tuve más fuerzas y me quedé dormida.

Una mañana cualquiera, abrí los ojos y me di cuenta de que había regresado a mi antigua vida. Por primera vez no sentí preocupación alguna, ni angustia por todos esos complejos que en los últimos años se habían convertido en una pesada y dolorosa carga. En el espejo no estaba ese rostro al que todos querían mirar, y en las paredes ya no había diplomas ni premios que elogiar, y no estaba toda esa gente a la que en algún momento llegué a ayudar. Abrí los ojos y estaba sólo yo, pero en esta ocasión la soledad no me causaba incomodidad alguna, porque sabía que lo que tenía era real, palpable, completamente tangible… Sabía que todo iba a estar bien, que al fin, y por vez primera, había logrado despertar, que para soñar ya no tendría que dormir…

“Y es por eso que aquí estoy, dichoso con lo que tengo.”
Carlos Pellicer

Ready to start

He tenido muy abandonado este blog. El fin de año pasado, entre compras, fiestas decembrinas y depresiones, fue difícil tener un respiro para escribir unas cuantas palabras, por lo cual lo hago hasta ahora, ya en 2015, ya avanzado el mes de enero.

Los tres últimos meses de 2014 fueron difíciles. Se cumplió un año de la muerte de mi padre, falleció una tía, pensé que yo también me iba a morir, me diagnosticaron depresión, empecé a ver a una psicoanalista y al poco tiempo dejé de ir, dos personas me decepcionaron terriblemente y, en pocas palabras, todo en mi vida iba en declive. Drama y más drama.

Un día, después de analizar las cosas, de darle muchas vueltas al asunto, y de leer uno de esos libros catalogados como “de superación personal”, pero que es mucho más que eso y contiene miles de verdades, un día de amanecer espiritual, me di cuenta de que si hay algo que me caracteriza, es la queja. Me quejo de todo y de todos. Este blog no es la excepción. Si no puedo externar mis quejas en la vida real (que generalmente es lo que sucede), las descargo aquí a través de mis palabras. A través de mis duras y tristes palabras. Muchas personas que han leído las entradas del blog, me han comentado que soy muy depresiva, que parece que estoy molesta y triste todo el tiempo… que estoy a disgusto con todo, incluyéndome.

La cosa es que, por más que me queje, por más que haga pública mi tristeza, no hay nadie que venga a rescatarme, a salvarme de la muerte que amaga mi vida, que de escorias está llena (citando a Luis G. Urbina). No me refiero al hecho de que soy una persona solitaria, o a que nadie me pele ni pueda llegar a quererme. No hay nadie ni lo habrá. No hay nadie, sólo yo. Para rescatarme, sólo me tengo a mí. Yo soy mi única salvación.

Cuando sufrimos por nuestra propia causa, por ser como somos, o mejor dicho, por la idea de cómo somos, no hay nadie capaz de ayudarnos, todo recae en nosotros mismos. Aunque lo tenía presente, no lo entendí hasta después de muchos años, enfermedades y estados depresivos, hasta que tuve que enfrentar las consecuencias y hacer algo al respecto.

Tal vez quien me lea piense que algo cambió. Y aunque sigo siendo la misma persona, sí hubo cosas que se modificaron, y éstas fueron las ideas que tengo acerca de mí misma. Sigo siendo esa persona que ama a los gatitos, que se preocupa por los animalitos sin hogar; ésa que, si pudiera, sólo daría billetes de limosna; ésa a la que no le da miedo ir sola al cine y que tiene pocos, pero muy buenos amigos; ésa que quiere hacer siempre lo correcto, porque así se lo inculcó su papá; ésa que no espera nada de nadie, que intenta querer a todos por igual; ésa que se encabrona fácilmente, pero que también puede ser noble; ésa a la que todos llaman por mi nombre; ésa con la que me despierto y me duermo siempre…

Aún soy la misma persona, y aún hay muchos, muchísimos aspectos en los que debo trabajar, pero, como dijo alguien que conozco, se puede volver a lo antiguo desde una perspectiva nueva, fresca, contemporánea… Los cambios son necesarios para avanzar, para encontrar aquello que nos mueve, aquello que nos da impulso y fuerza para continuar. Estoy lista para comenzar un nuevo ciclo en el que prevalezcan las nuevas ideas que tengo acerca de mí misma, y que se generen muchas más que me ayuden a continuar con este proceso. Estoy lista para comenzar un nuevo año en el que, por primera vez en mucho tiempo, me sentiré distinta en mi propia piel, me veré desde otro ángulo, caminaré en nuevas direcciones… Estoy lista para empezar a ser yo…