You are gold

Hace algunas semanas vi una película llamada The Lunchbox. La trama es simple: debido a un error en el sistema de entrega de almuerzos de Mumbai, dos personas con vidas, ideas y expectativas diferentes, se unen a través de la comida y de pequeñas notas que transforman la existencia de ambos. Ella es una ama de casa ignorada y poco valorada por su marido, mientras que él es un viudo que parece estar de mal humor la mayor parte del tiempo. Con el paso de los días, la amistad entre ellos crece más y más, pero no abundaré en detalles para no revelar toda la trama.

La historia me conmovió sobremanera, no sé si porque estaba muy deprimida, o por la idea de que siempre puedes encontrar a una persona a quien le puedes confiar tus sentimientos y pensamientos a través de palabras escritas o habladas, o simplemente porque me enseñó que aún se puede creer en alguien, en algo, en uno mismo. También recordé esta nota y el sentimiento de satisfacción que dejó en mí.

Aunque nos ostentemos como seres solitarios, como gruñones sin remedio, como valeverguistas en su máxima expresión, que alguien nos diga que cree en nosotros y que somos lo máximo, pero sobre todo, que lo diga sinceramente, tiene el poder de cambiarnos un día que pintaba para ser negro, o sacarnos una sonrisa, o simplemente hacernos sentir que en verdad estamos aportando algo al mundo. Sé que esto suena como los diálogos de un conocido documental, pero las palabras son poderosas y pueden transformarlo todo.

En todas las personas hay algo precioso, divino, algo que las hace únicas y marca una diferencia en la vida de los demás. Es difícil aceptarse, y sobre todo, aceptar que no sólo somos un cúmulo de defectos, sino que también poseemos virtudes que otros aman y admiran, que el mundo no sería igual de estar ausentes, que somos lo mejor, lo más preciado para alguien, y más que nada, que importamos. Que le importamos a alguien. Qué mejor que importarnos también a nosotros mismos. Abrir los ojos y vernos tal como somos. Deslumbrarnos, admirarnos, estremecernos porque somos indestructibles, porque somos oro.

Pérdidas

El viernes por la mañana no encontraba mi iPod. Tenía los audífonos, pero el cuadrito reproductor de música había desaparecido. Lo busqué por todas partes, vacié mi mochila y me fijé si de casualidad había caído al piso. No encontré nada.
Como ya me tenía que ir a trabajar, no seguí buscándolo en mi casa, pero le escribí a mi mejor amigo para saber si lo había dejado en la suya. La respuesta fue negativa. Ya no sabía dónde más buscar. Me sentía desesperada.
Últimamente he tratado de ser más desapegada hacia las cosas materiales, pero con mi iPod no puedo serlo por: 3. Cuenta mis pasos cuando camino y soy muy maniaca en ese sentido, por lo tanto necesito saber cuántos kilómetros recorrí. 2. Contiene mi música y es un remanso de paz y bienestar en este mundo que constantemente me da la espalda. 1. Es el último regalo de Navidad que me dio mi papá. Es un vestigio de su presencia, de su amor de padre, de las cosas más bonitas de mi vida. Puedo ser desapegada con muchos objetos, menos con éste.
Han pasado cuatro meses desde que mi padre se fue, y lo extraño mucho. A veces me pongo a pensar en todo lo que implica su ausencia, y entristezco más. Él murió el 13 de noviembre de 2013, y desde entonces, siento aversión por el número 13, pues me recuerda el peor día y el peor año de toda mi existencia. Durante el velorio y el entierro traté de mantenerme lo más ecuánime posible, porque alguien debía ser fuerte por todos, pero ya en soledad, sin que nadie me vea, lloro y lloro, aun sabiendo que eso de ninguna manera hará que mi papá regrese.
El viernes por la tarde, saliendo de trabajar, fui a ver una película muy bonita de la que espero escribir pronto, y el trayecto hacia el cine, que no es de más de tres kilómetros, me pareció eterno sin música. Saliendo fui a casa de mi mejor amigo, tristísima y sin ánimo, y busqué el iPod en uno de los sillones cuando, de súbito, como si se tratase de una epifanía, volteé a ver hacia el comedor y ahí, en una de las sillas, yacía ese cuadrito azul que había sido la causa de mi angustia a lo largo del día.
Cuando iba de regreso a casa, sentí que me había vuelto el alma al cuerpo, sin embargo, aún sentía tristeza. De pronto, cuando el Metrobús iba a la altura del Eje 6, se empezaron a escuchar ruidos similares a los de las explosiones, y me imaginé que eran fuegos artificiales. Algo, una fuerza que desconozco, me hizo voltear hacia el cielo, y vi cómo estallaban los juegos pirotécnicos. Fue muy hermoso observar todos esos colores entre los edificios, alegrando mi noche, y pensé que a través de ese espectáculo mi papá me decía que no estuviera triste, que me mantuviera fuerte y que, por sobre todas las cosas, siguiera adelante, porque si algo me enseñó muy bien, fue a no rendirme pase lo que pase.
Me imagino que el dolor poco a poco se irá, y que en algún momento lograré la resignación, aunque todavía no puedo asegurar nada. De lo que sí estoy segura es de que amaré a mi padre eternamente y que siempre habrá cosas bellas en el mundo que me recuerden que está conmigo, porque así es, permanece a mi lado.

Te amo, papá.

Lost

A veces sientes que caminas sin rumbo, que todo se cae a tu paso, que te has extraviado. A veces sientes unos enormes deseos de llorar, de gritar, de mandar al diablo todo. A veces sientes que eres completamente incompetente para vivir la vida, que no tienes lugar ni dirección en este mundo. A veces pasa que te pierdes y el caminito de migajas que te llevaría de regreso ya no está. A veces pasa que, simplemente, no te puedes encontrar.

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Mujeres

A mí no me gusta mucho que digamos el Día de la Mujer porque, tal como sucede con otras fechas, el homenaje al género femenino sólo es cosa de 24 horas y después se olvida, de ahí que yo haya decidido escribir esto después del evento.

Histórica y culturalmente, las mujeres han sido objeto de discriminación, de maltrato, de desigualdad y de otras tantas calamidades, pero, de una u otra forma, siempre han salido adelante, aunque también existe otra cara de la moneda. Yo no creo en eso de santificar a nuestro género, porque también hay mujeres que se comportan de manera equivocada, y bueno, todas somos humanas. Creo que nosotras debemos ser suficientemente terrenales para soportar y afrontar los problemas cotidianos, que van desde algo nimio, como que se quemó el café, hasta algo tan profundo y doloroso como ser relegadas a un segundo plano porque muchos siguen pensando que éste es un mundo de hombres. Por otra parte, también creo que hay mujeres tan terrenales que son capaces de hacer cosas no muy agradables, porque en la vida no hay nada completamente bueno ni completamente malo, existen miles de matices que dan origen a lo que llamamos diversidad, que se traduce en el hecho de que cada quien tiene su propio carácter.

Todas las mujeres merecen respeto, al igual que todas las personas. No soy partidaria de ensalzar únicamente a aquellas damas que la historia de bronce considera dignas de ser ensalzadas, porque, al salir a la calle, me encuentro con la señora indígena que trabaja de sol a sol para poder dejar atrás la precaria situación en la que vive en su lugar de origen; o la policía que aguanta gritos y mentadas de madre para contar con los medios que le permitan enviar a sus hijos a la escuela y que tengan más oportunidades; o la mesera del restaurante, que pasa por alto las groserías de los comensales para pagar su casa y conseguir lo que más anhela; o la mujer mayor, que a pesar del cansancio y los malestares, a pesar de su edad, trabaja para poder sustentar sus necesidades básicas; o la joven que en la escuela sufre de acoso y maltrato, y, sin importar lo difícil de su situación, sigue adelante porque quiere demostrarse a sí misma que puede hacerlo, aun cuando el mundo le dé la espalda; o la mujer que es bella físicamente, y que por ese simple hecho, es considerada como un objeto del que todos pueden hacer lo que les dé la gana, pero no se rinde y demuestra que piensa, siente y es tan digna como cualquier persona. Hay miles de historias caminando todos los días en la calle, miles de historias que ocupan el asiento contiguo en el camión, miles de historias que te dan de comer, te cortan el cabello, te cobran en el súper, te atienden en la oficina de gobierno, te recetan medicamentos cuando enfermas, te cuidan, te procuran, te protegen. Son miles las historias que hacen que el mundo gire, que siga su curso, y que, pese a todo, éste no sea tan caótico…

Hay millones de mujeres en la Tierra y conocer la historia de cada una es imposible, pero podemos tomar en cuenta a las que tenemos cerca de nosotros, ya sea en nuestra familia, en el trabajo, en la escuela o en cualquier lugar en el que hagamos nuestra vida cotidiana, y valorarlas por lo que son. No se trata de ponerles un monumento, ni de hacerlas sentir bien sólo en los días especiales, más que nada, se trata de darles su justo lugar, de mostrar un poco de gratitud y de respeto por la aportación que hacen a nuestra existencia, que aunque puede ser tan pequeña como un grano de arena, o tan grande como la playa entera, siempre hará una diferencia. Yo no creo en la oposición de sexos, o que haya un sexo débil y uno fuerte, más bien, creo que nos complementamos con los hombres y que poco a poco debemos aprender a dejar de lado los prejuicios, pues los seres humanos, independientemente del sexo, no estamos hechos para vivir divididos, sino para lograr cosas muy grandes juntos.

Las amo, mujeres de mi vida, y las respeto, mujeres del mundo. Todos los días me quedo con algo muy bello de cada una de ustedes.

Rituales

Siempre he pensado que la infancia y la adolescencia definen gran parte de nuestra vida adulta.

Recuerdo que de niña yo tenía pocos amigos y que las personas generalmente no me trataban bien, que era dejada, y que, aunque me hirieran profundamente, seguía siendo tan noble como un perrito. La vida se encargaba de bullearme una y otra vez. De adolescente las cosas no cambiaron mucho, pues cualquier cosa, cualquier defecto, cualquier falla, aunque mínima, era motivo de escarnio y de los más crueles comentarios por parte de los congéneres de la escuela.

Por mucho tiempo tuve la firme idea de que mi destino era sufrir y que no importaba cuánto me empeñara en lograr algo, pues simplemente no podría concretarlo al final. Con el paso de los años, esas ideas mutaron y llegué a pensar que la vida no era tan mala después de todo, porque tenía la certeza de que todo en mi universo estaba colocado en el lugar y el momento precisos, y que no había razón alguna para sentirme mal, o, peor aún, infeliz.

Años más tarde, después de miles de decepciones y de las enfermedades que me han atacado, una detrás de otra, he comprendido que la mayoría de las personas en el trabajo se comportan conmigo como si estuviera en la escuela, como si los días en el kínder, en la primaria, en la secundaria, en la prepa y en la universidad, se repitieran en una especie de loop. Quizá no son tan terribles como cuando los viví por primera vez, pero tienen ese sabor amargo de antaño que, por desgracia, no he podido olvidar completamente.

Mi vida ha sido difícil, igual que la del resto de la gente. No soy la única que lo pasa mal, ni la única que se desespera, pero últimamente mi existencia se ha complicado, ha pasado de la comedia a la tragedia, y viceversa, de manera muy brusca. Y, por supuesto, repercute en el aspecto laboral.

Yo ya no quiero que me sigan tratando como si fuera estúpida, ni quiero que me impidan crecer. Tampoco quiero quedarme callada, porque mi opinión y mis ideas son tan valiosas como las de cualquiera; no quiero un trato especial, sólo quiero que me dejen en paz y que se acaben los abusos de poder, la competencia desleal y las humillaciones, quiero que regrese la dignidad perdida, las ganas de hacer cosas nuevas y de crear, no sólo porque alguien de mayor jerarquía me lo pida, sino por iniciativa propia.

Esta rutina del director malvado está acabando conmigo, y no se diga del bullying psicológico, que ha hecho mella en diferentes aspectos de mi vida, no sólo el laboral. Añoro levantarme de la cama todos los días y no sentir temor de los demonios que me esperan en ese infierno llamado oficina, y disfrutar mis días haciendo algo que amo, no sólo cumplir con un horario y asistir a un lugar para recibir un pago. Necesito que ese ritual llamado trabajo sea una escuela, sí, pero del tipo que te permite progresar, no de ésas en las que todos los días te golpean y lo único que quieres es volver a casa. Anhelo que, pronto, mis rituales evolucionen y no persigan la supervivencia, sino el único, genuino y precioso hecho de vivir. Solamente vivir.