El cojito

Llueve. Son más de las siete y espero a que escampe. Me resguardo en la entrada de uno de los locales comerciales de la Glorieta de Insurgentes. No me aventuro a caminar bajo la lluvia, porque no quiero que se mojen mis zapatos ni mi mochila, donde llevo posesiones muy importantes que, de humedecerse, se arruinarían por completo. Espero a que el agua cese para dirigirme a la entrada del metro y comprar un impermeable de plástico con el que pueda proteger mis pertenencias.

Mientras espero, escucho las pláticas de las personas a mi alrededor y me hace gracia su interés exacerbado por el clima, cual si fueran ingleses. Algunos fuman cigarros; otros compran accesorios para la lluvia; otros tantos, regañan a sus hijos porque juegan en los charcos y temen que se ensucien; otros más, al igual que yo, se dedican a observar lo que sucede a su alrededor: pareciera que el mundo se ha detenido, y sin embargo, avanza, aunque todos parecen marchar a un solo ritmo.

Continúo inmersa en cavilaciones y pensamientos cuando, de pronto, observo una silueta que sale del metro y se dirige hacia el otro extremo de la glorieta. Se trata de un hombre de unos treinta y cuatro años, de pelo y barba cafés, que lleva puesta una chamarra de un equipo que odio y cojea de una pierna. Sin embargo, no es eso lo que llama mi atención, sino su rostro invadido por una ternura inexplicable, adornado con una inocencia cuasi infantil, angelical; lo miro y siento una especie de dulzura correr por mis venas, así que, sin pensarlo, sin que me importe mojarme, lo sigo. Cuando al fin lo alcanzo, toco su hombro y voltea a verme; yo lo único que quiero es admirarlo de cerca aunque sea por un instante. Nos quedamos mirándonos y le digo unas palabras; él me pide que vayamos por un café.

Charlamos un par de horas. Nos miramos por encima de la taza con cada sorbo que damos; nuestras manos sobre la mesa, tímidas en un principio, se aproximan poco a poco hasta que quedan entrelazadas, como si se hubieran buscado siempre, como si ya no quisieran separarse nunca más. Salimos de la cafetería y tirito por el frío; el cojito me abraza y yo me aferro a su cuello, siento su aroma a loción y cigarros; esa cercanía hace que nuestros labios se encuentren y se den un beso tan inmenso como el mar, como la vida misma. Él susurra algo en mi oído y empezamos a caminar hasta perdernos en las calles oscuras y húmedas.

Estamos solos el cojito y yo, frente a frente. Nos fundimos en un abrazo y retiro lentamente esa fea chamarra que lleva puesta; se resiste a que lo despoje de sus prendas porque, aunque no lo menciona, teme que yo lo rechace, pero no es así. Admiro su desnudez, su inocencia, su pierna enferma, la cual beso profusamente, porque esa imperfección, ese defecto que ante otros ojos es algo terrible, para mí es lo más bello de su ser. Nuestros encuentros son cada vez más frecuentes, y lo que comenzó como una infatuación digna de cualquiera de esas novelas que describen pasiones irracionales, irremediablemente se convierte en amor.

Conforme pasa el tiempo, el cojito y yo somos más unidos, tanto, que las vidas de ambos se empalman en una sola. Al principio somos los dos, pero pronto alguien viene en camino, y un día tenemos a un cojito precioso, al que amo tanto como a su padre. Yo empiezo a cojear, no sé si por imitación, o porque ese hombre de la pierna chuequita me ha enseñado a disfrutar plenamente las delicias de la imperfección, tanto, que cada vez que uno de mis hijos crece dentro de mí, me llegan a decir que soy como la cojita del poema de Sabines. Poco a poco hemos poblado nuestro propio mundo de cojitos y cojitas, de niños perfectos y adorables, como el amor que sentimos mi cojito y yo.

Nuestros niños, nuestros cojitos adorados, se van y hacen sus vidas, perpetúan nuestro amor con sus hijos, con seres como nosotros, dulces e inocentes, pero mi cojito se va y yo me quedo en esta vida, en espera de ese momento en el que pueda reunirme con mi gran amor, con esa alma que partió y que aguarda a que yo llegue para unir mis manos con las suyas, como en ese primer encuentro. Cierro los ojos unos segundos, los abro y veo a la gente corriendo en la glorieta, tratando de escapar de la lluvia que poco a poco cede el paso a la calma, a la humedad de los espejos de agua que forman los charcos. Reanudo mi camino y, al voltear hacia mi izquierda, distingo la silueta del cojito, quien voltea a verme al sentir mi mirada; me detengo un instante y, en voz baja, le digo que lo quiero muchísimo y le doy las gracias por quererme también.

Al llegar a casa, lavo los platos y me entretengo en las actividades cotidianas hasta que llega el momento de irme a dormir. Me acuesto entre las sábanas e intento acomodarme, pero ninguna postura me permite conciliar el sueño. Abro los ojos y observo la luz de luna que se cuela por el espacio entre la ventana y las cortinas, lo cual me hace pensar en infinidad de cosas pero, al final, prevalece esa soledad, ese vacío que invade la cama, la recámara, la casa y al mundo entero. Me siento pequeñita, muy pequeñita, y lloro. El llanto es abundante como la lluvia de la tarde, sin embargo, no logra llenar ningún espacio; sigo llorando por estar sola, por la ausencia de mi cojito, de ese cojito que me quiere tanto y que no estará conmigo nunca más.

 

Gatos

Pasan de las once y mi gata rasca su arenero con insistencia. Me pongo a pensar en todo lo que implica ser humano y todo lo que implica ser un gato. A veces envidio a los gatos porque viven despreocupadamente, porque no tienen que trabajar ni se ven en la necesidad de soportar gente cretina , porque no se alteran a causa de las complicaciones que la vida trae consigo…

A veces quisiera ser un gato y no tener que pensar en la ropa que debo usar o en ir cada mes a que me corten el pelo. También, quisiera ser un gato para descansar, para llevar una vida relajada sin gastritis, ni colitis, ni cualquiera de esas enfermedades de la vida adulta que hacen que cada vez me queden más grandes los pantalones y se me caiga el cabello.

Otras veces, quisiera ser un gato y pasar mis días en la contemplación, gastar el tiempo en actividades exclusivas para mi propio beneficio, observar cómo pasa la vida, observar todo y a todos, conocer sus secretos y lo más profundo de sus almas sin que se den cuenta. Quisiera ser un gato para que alguien me atienda, para que alguien vea por mí y se preocupe cuando enfermo, cuando tengo alguna necesidad, cuando simplemente necesito de un gesto amable, de una caricia que me haga saber que todo estará bien, que nada faltará en mi mundo.

En ocasiones, quisiera ser un gato para no pensar en qué decir, para no preocuparme por ser aburrida y poco interesante, para no sentirme vacía ni mal porque nadie me quiere, para que el hecho de tener pocos amigos no sea abrumador. Me gustaría ser un gato para no sufrir cuando las personas deciden desecharme, cuando me consideran prescindible y prefieren buscar nuevas compañías; quisiera ser un gato para no deprimirme, para no llorar en soledad, para no preocuparme por nada, para no pensar en nada más que en acicalarme y en comer y en dormir y en volver a comer y en volver a dormir.

A veces deseo ser un gato porque me cansa ser humana, porque a veces me cansa ser yo.